martes, 22 de mayo de 2012

El chico de la puerta de al lado.


Creo que nunca me había sucedido esto. O sí. No lo sé, pero no lo recuerdo. Quizá con el innombrable. Pero no creo que con nadie más. Cuando me habla, me quedo callada sin saber bien qué decir. Y creo que   pasan varios segundos en los que le miro sin darle ninguna respuesta, mientras dejo a mi cabeza libremente  pensar: joder, mira que es guapo! y entonces ya vuelvo a la realidad y me doy cuenta de que llevo unos segundos eternos mirándole y en los que él no encuentra ningún tipo de explicación. Y así se repite una y otra vez... Con lo fácil que sería esto en una discoteca. Bebería un par de copas de más, merodearía un rato cerca de él y listo. Ya tendríamos nuestros teléfonos, hablaríamos, empezaríamos a coger confianza y ya nos iríamos a tomar un café. Es lo mejor del siglo veintiuno. Te evita malos tragos. Pero no, hay que hacerlo a la antigua usanza. Pasar por los mismos sitios a ver si te lo encuentras. Ser excesivamente amable con su familia... Y todo para conseguir lo mismo. Pero claro, con una salvedad. Lo que te produce este pequeño infierno, por el que pasas, hasta lograr cruzar más de una sola palabra, es mucho más intenso. Por desgracia es tan intenso que te hace pensarlo continuamente. Te hace actuar de manera estúpida de forma repetida y te crea unos animalitos revoloteando en la parte central de tu estómago que puede que ni si quiera supieras que existen. Y lo peor... Tiene consecuencias. Graves. El amor. Y yo estoy harta de hablar de amor. Pero tengo unas ganas inmensas de irme a tomar una cerveza con el chico de la puerta de al lado. Mierda!

No hay comentarios:

Publicar un comentario