sábado, 31 de enero de 2015

Charles Warnke y Garry Winogrand


Sal con una chica que no lee. Encuéntrala en medio de la fastidiosa mugre de un bar del medio oeste. Encuéntrala en medio del humo, del sudor de borracho y de las luces multicolores de una discoteca de lujo. Donde la encuentres, descúbrela sonriendo y asegúrate de que la sonrisa permanezca incluso cuando su interlocutor le haya quitado la mirada. Cautívala con trivialidades poco sentimentales; usa las típicas frases de conquista y ríe para tus adentros. Sácala a la calle cuando los bares y las discotecas hayan dado por concluida la velada; ignora el peso de la fatiga. Bésala bajo la lluvia y deja que la tenue luz de un farol de la calle los ilumine, así como has visto que ocurre en las películas. Haz un comentario sobre el poco significado que todo eso tiene. Llévatela a tu apartamento y despáchala luego de hacerle el amor. Tíratela. 




Deja que la especie de contrato que sin darte cuenta has celebrado con ella se convierta poco a poco, incómodamente, en una relación. Descubre intereses y gustos comunes como el sushi o la música country, y construye un muro impenetrable alrededor de ellos. Haz del espacio común un espacio sagrado y regresa a él cada vez que el aire se torne pesado o las veladas parezcan demasiado largas. Háblale de cosas sin importancia y piensa poco. Deja que pasen los meses sin que te des cuenta. Proponle que se mude a vivir contigo y déjala que decore. Peléale por cosas insignificantes como que la maldita cortina de la ducha debe permanecer cerrada para que no se llene de ese maldito moho. Deja que pase un año sin que te des cuenta. Comienza a darte cuenta. 




Concluye que probablemente deberían casarse porque de lo contrario habrías perdido mucho tiempo de tu vida. Invítala a cenar a un restaurante que se salga de tu presupuesto en el piso cuarenta y cinco de un edificio y asegúrate de que tenga una vista hermosa de la ciudad. Tímidamente pídele al mesero que le traiga la copa de champaña con el modesto anillo adentro. Apenas se dé cuenta, proponle matrimonio con todo el entusiasmo y la sinceridad de los que puedas hacer acopio. No te preocupes si sientes que tu corazón está a punto de atravesarte el pecho, y si no sientes nada, tampoco le des mucha importancia. Si hay aplausos, deja que terminen. Si llora, sonríe como si nunca hubieras estado tan feliz, y si no lo hace, igual sonríe. 




Deja que pasen los años sin que te des cuenta. Construye una carrera en vez de conseguir un trabajo. Compra una casa y ten dos hermosos hijos. Trata de criarlos bien. Falla a menudo. Cae en una aburrida indiferencia y luego en una tristeza de la misma naturaleza. Sufre la típica crisis de los cincuenta. Envejece. Sorpréndete por tu falta de logros. En ocasiones siéntete satisfecho pero vacío y etéreo la mayor parte del tiempo. Durante las caminatas, ten la sensación de que nunca vas regresar, o de que el viento puede llevarte consigo. Contrae una enfermedad terminal. Muere, pero solo después de haberte dado cuenta de que la chica que no lee jamás hizo vibrar tu corazón con una pasión que tuviera significado; que nadie va a contar la historia de sus vidas, y que ella también morirá arrepentida porque nada provino nunca de su capacidad de amar.

Haz todas estas cosas, maldita sea, porque no hay nada peor que una chica que lee. Hazlo, te digo, porque una vida en el purgatorio es mejor que una en el infierno. Hazlo porque una chica que lee posee un vocabulario capaz de describir el descontento de una vida insatisfecha. Un vocabulario que analiza la belleza innata del mundo y la convierte en una alcanzable necesidad, en vez de algo maravilloso pero extraño a ti. Una chica que lee hace alarde de un vocabulario que puede identificar lo espacioso y desalmado de la retórica de quien no puede amarla, y la inarticulación causada por el desespero del que la ama en demasía. Un vocabulario, maldita sea, que hace de mi sofística vacía un truco barato.

Hazlo porque la chica que lee entiende de sintaxis. La literatura le ha enseñado que los momentos de ternura llegan en intervalos esporádicos pero predecibles y que la vida no es plana. Sabe y exige, como corresponde, que el flujo de la vida venga con una corriente de decepción. Una chica que ha leído sobre las reglas de la sintaxis conoce las pausas irregulares –la vacilación en la respiración– que acompañan a la mentira. Sabe cuál es la diferencia entre un episodio de rabia aislado y los hábitos a los que se aferra alguien cuyo amargo cinismo countinuará, sin razón y sin propósito, después de que ella haya empacado sus maletas y pronunciado un inseguro adiós. Tiene claro que en su vida no seré más que unos puntos suspensivos y no una etapa, y por eso sigue su camino, porque la sintaxis le permite reconocer el ritmo y la cadencia de una vida bien vivida. 




Sal con una chica que no lee porque la que sí lo hace sabe de la importancia de la trama y puede rastrear los límites del prólogo y los agudos picos del clímax; los siente en la piel. Será paciente en caso de que haya pausas o intermedios, e intentará acelerar el desenlace. Pero sobre todo, la chica que lee conoce el inevitable significado de un final y se siente cómoda en ellos, pues se ha despedido ya de miles de héroes con apenas una pizca de tristeza.
No salgas con una chica que lee porque ellas han aprendido a contar historias. Tú con la Joyce, con la Nabokov, con la Woolf; tú en una biblioteca, o parado en la estación del metro, tal vez sentado en la mesa de la esquina de un café, o mirando por la ventana de tu cuarto. Tú, el que me ha hecho la vida tan difícil. La lectora se ha convertido en una espectadora más de su vida y la ha llenado de significado. Insiste en que la narrativa de su historia es magnífica, variada, completa; en que los personajes secundarios son coloridos y el estilo atrevido. Tú, la chica que lee, me hace querer ser todo lo que no soy. Pero soy débil y te fallaré porque tú has soñado, como corresponde, con alguien mejor que yo y no aceptarás la vida que te describí al comienzo de este escrito. No te resignarás a vivir sin pasión, sin perfección, a llevar una vida que no sea digna de ser narrada. Por eso, largo de aquí, chica que lee; coge el siguiente tren que te lleve al sur y llévate a tu Hemingway contigo. Te odio, de verdad te odio.



Charles Warnke




* Fotografías de la serie: "Women are beautiful" de Garry Winogrand.

martes, 27 de enero de 2015

Morir por alguien.

De todos los números de mi agenda solo conservé el tuyo. Quería saber que seguías vivo, que pensabas en mí, que los viajes no eran tan largos como contaban, que seguías odiando a las princesas aunque hubiera muerto mi alma de guerrera. Que tu vida no estaba completa (maldito egoísmo) sin mí. Que leías mis versos cada mañana al llegar a esa silla negra que dictaba la sentencia de muerte al comienzo de tu día, y estos hacían que esa sentencia cobrara sentido, porque parece que morir por alguien no es tan malo como morir abandonado a la rutina. Quería seguir siendo la Penélope de Ulises, porque si había de esperar algo, solo esperaría por alguien me amara como lo hiciste tú.

La importancia de perdonar(se) y pedir(se) perdón.

A menudo, sentimos una decepción profunda por nosotros mismos. Me atrevería a decir que en toda nuestra vida, la persona  que más nos decepciona somos nosotros mismos. Nos frusta el hecho de no ser como los demás. La vida resulta una mierda cuando tenemos que salir del armario, desenmascarar una adicción, una enfermedad o simplemente con el hecho de no poder amar de la forma en que lo hacen los demás, porque ser dos no siempre es suficiente. Pero eso nos decepciona de manera tan profunda que pensamos que nuestro problema es absolutamente irresoluble. El hecho de derramar el agua de un vaso por accidente, en lugar de hacernos reír nos lleva a un terreno empantanado de donde no logramos salir. Somos capaces de no volver a sonreír durante el resto del día por una simple confusión, por la torpeza de un traspié o porque nuestra genética es irreversible. Nos cuesta perdonar. Perdonar una infidelidad o el golpe del amigo que nunca volvió a preguntar cómo estás en el transcurso de tu enfermedad. Pero más cuesta aún pedirse perdón, decirse a uno mismo que no importa, que todo pasará, que nada es tan importante, o tan malo o… tan decepcionante. Si las piernas no te responden después de andar durante kilómetros, te lamentas por no tener unas piernas más fuertes. Si el desaliento te alcanza, no muestras un ápice de compasión por ti mismo. ¿Por qué? Al fin y al cabo, la única persona que permanecerá a tu lado para el resto de tu vida, serás tú mismo. ¿Por qué no te regalas ese ápice de clemencia que buscas en otros ojos que no son los tuyos? Tú, que eres un ser tan perfecto, tan maravilloso. Tú, que solo tú sabe ser como tú. Qué más da a quién ames o cómo, qué más da si la gravedad vence tu peso, qué importa si la vida es un continuo traspiés y tus piernas no lo aguantan.  Perdónate y perdóname (por el atrevimiento de pensar que sientes lo mismo que yo).

Difícil como un invierno en manga corta.

La amistad fue una barca con remos, un país donde caer rendido, pero también hubo amigos que se fueron sin pañuelos ni palabras y eso fue difícil como un invierno en manga corta.

Supongo que siempre fui demasiado sensible para mi edad, que los jóvenes tenían los abrazos precintados y yo necesitaba, de verdad que lo necesitaba, el calor cercano de los otros.


-Marwan-
Siempre quise ser normal
pero el destino 
nunca me concedió esa dicha.

lunes, 26 de enero de 2015