sábado, 9 de junio de 2012


Hacía mucho ya que se había dado por vencida. Meses. Años, quizá. Pero no había querido darse cuenta hasta hoy. Era demasiado para poder aceptarlo. Quería conservar el último ápice de esperanza hasta el final. Fue poco a poco. Comenzó dejando de creer en el amor, para luego no creer en la amistad, en las personas, en las familias, en todo lo que le rodeaba. Dejó de creer en sí misma, poco a poco y lentamente, ya que desde bien pequeñita le habían enseñado con tesón a creer en los sueños. No se daba por vencida. Entregó su vida a los demás desde el momento en que tuvo ocasión, ya que con esto lograba defender todo en lo que ella creía, además de que no sabía hacerlo de otra manera. Fue jugando y perdiendo, partida tras partida, sonrisa tras sonrisa. Toda ilusión caminaba paralelamente ante la creación de una nueva desilusión. Aquél día se encontraba cansada, derrotada. Había perdido el rumbo, sus valores y los papeles. Ya poco o nada importaba. No merecía la pena luchar. No merecía la pena perseguir a ese término inalcanzable que llaman utopía. De poco servía, salvo para ensombrecer aún algo más todo. Sólo le quedaban un par de latas vacías y su eterna compañía, Trasto, su Rottweiler.

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