miércoles, 28 de marzo de 2012

un café conmigo misma.



Me siento en una de las mesas del fondo de la cafetería de la Universidad con el objetivo de pasar ligeramente desapercibida del resto de la gente que entra y sale, que va y que viene. Alumnos que se sientan para el descanso de la comida. Alumnos que comparten historias, risas, llanto. Alumnos y alumnos. Y como siempre, como a mí verdaderamente me gusta, simplemente me siento y lo observo. Uno de los placeres que me suele conceder la vida es el de la invisibilidad de vez en cuando, así puedo observar cuidadosamente, sin molestar y vivir la vida de otras personas más. De fondo tengo una canción que fortalece el enlace de las moléculas que forman esta burbuja tan particular: Dance me to the end of love. Estoy tan metida en ella, y en lo que escribo que por un momento me pongo a bailar.... qué cosa tan maravillosa, dejarse llevar... Nunca suena demasiado bien. Mientras escribo, por segundos levanto la vista, hay tantas personas en esta misma sala que desearían huír ahora mismo... Y no se lo conceden, no está bien visto... No es lo que se debe hacer. No se toman ese café diario consigo mismo que nos recomienda Walter Dresel. A veces, nos prohibimos placeres por la autoimposición de unas reglas que creemos que son las correctas de la sociedad. Y no hay nada más bonito que mirar a aquella chica rubia, de la chaqueta rosa y las uñas amarillas, como se mueve al compás de una canción a la vez que regala unas letras a cualquier desconocido, porque es su hora del café, su hora del café consigo misma, y lo demás no importa...

Felicidad y paz en estado puro.

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