sábado, 22 de septiembre de 2012

Por momentos cierro los ojos y consigo creer que estoy en casa. El agua hirviendo resbala por mi piel en una ducha reconfortante, como hacía tiempo no disfrutaba. La música consigue hacer que el ambiente sea aún más cálido. Me siento bien. Por un momento creo que Dan va a aparecer y va a meter su pequeña cabecita por la cortina mientras se deja empapar suavemente por los restos de agua que salpican de mi piel a la vez que me observa. Abro los ojos y rompo a llorar. No conozco esa cortina que me separa de una mirada indecente a un espejo mal colocado en el baño y Dan no está. No hay nadie conocido. El calor se desvanece por un momento y me pongo realmente triste. Apago la ducha y muy despacio salgo de esa nube blanquecina que se ha formado debido al exceso de calor. Abro la puerta. Necesito aire, respirar. Mientras me peino descubro como pierdo el cabello a mechones. Sólo me había pasado en otra ocasión. En otro cambio. En otro momento. En mi llegada a Madrid.
Me siento en mi nueva mesa de estudio con una luz bastante deficiente y con algo más de ánimo gracias a la maravillosa persona que comparte mi nuevo hogar y me dispongo a seguir confeccionando el maravilloso regalo del que un día fue el chico sin nombre. Al terminar unas cuantas páginas decido revisar su biografía virtual, el corazón me va a estallar y el estómago se me viene arriba. Continúo con mis fotos por saber qué es lo que él ve si un día comienza a echarme de menos. Aparecen fotos. Aparece Dan. Vuelvo a llorar. Ya no lo puedo controlar. No es sencillo echar de menos.

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