viernes, 3 de agosto de 2012

Una tarde de película.

Las seis. Intento que no se note la tremenda excitación que tengo porque llegue desparramando unos cuantos folios encima de la mesa y abriendo por momentos a mi querido Wilde, sólo por recordar. Diez minutos después aparece. Corriendo como es su ritmo habitual. Sin embargo, nunca le importa esperarme. Nos cambiamos rápidamente y nos vamos. Destino: isla de Zújar, un paraíso terrenal que aún no conozco. Estoy algo callada. Llevo mucho tiempo pensando que estoy jugando con fuego, que me estoy metiendo donde no me tengo que meter, pero no puedo evitar dejarme llevar, últimamente esa es mi filosofía de vida y estoy dispuesta a sufrir las consecuencias. Conozco de su mano los increíbles parajes de La Siberia extremeña. Lagos interminables. Colores inimaginables. Dosis de Serotonina segregando que nunca hubiera podido imaginar. Estoy volando, volando hacia ningún sitio, volando hacia todos. Como drogada. Me dejo llevar. Me explica con ternura cada sitio que vamos viendo. Y a falta de una buena cámara de fotos, intento grabar cada paisaje en mi memoria. Llegamos a nuestro destino paradisiaco. Una playa en medio de una montaña. En medio de un bosque. En medio de la región extremeña. Noto como la gente nos mira curiosa por nuestra música, nuestro transporte, nuestra forma, nuestra mirada. Somos distintos. Simplemente distintos a todo lo demás y es inevitable girarse cuando ves algo que se sale de lo normal, lo entiendo y lo aprecio. Caminamos hacia la arena y nos damos un baño de agua dulce, inesperada en tal paisaje. Reímos, nos abrazamos y percatamos que la vida nos está regalando imágenes de película, así que decidimos jugar. Y de esa manera, sin darnos cuenta hacerlo aún más especial. Nos miramos sabiendo que lo estamos haciendo, que ya es inevitable, que algo ha empezado. Sale corriendo en busca de Shiva que se ha despistado y yo me quedo dentro admirando simplemente su forma de caminar, su espalda, su manera, por un instante mi cabeza me hace decir cosas sin sentido, tan insensatas como un te quiero para mí, te quiero para siempre. Por suerte él ya está demasiado lejos para oirlo, aunque no lo suficiente como para no sentirlo. Seguimos jugando y decidimos que si la vida nos ha regalado romanticismo, no podemos hacer nada contra ello. Así que me agarra, me agarra tan fuerte que nunca me podría soltar y comienza a besarme con una pasión que sólo la conocía en alguien más, en mí misma. Salimos, charlamos durante horas. Reímos sin parar. Disfrutamos y nos echamos a andar. Pegados, pero a cierta distancia. Se adelanta, me espera. Tenemos ritmos distintos pero no parece importarle. No caminamos al mismo son, pero de nuestros pasos resulta una melodía casi divina. Después de observar cada rincón, volvemos. Cantamos, contamos chistes y reímos sin parar y cuando queremos darnos cuenta la vida nos lo vuelve a regalar... Un momento perfecto. Una luna llena como nunca había visto. Con un color oro que nunca pensé que existiera. Y al pasar una curva, un paisaje de cuento. La luna se refleja en el agua entre montañas. Como un final feliz. Como algo que sólo se puede leer. Como una postal. Como el amor. Indescriptible. Paramos y decidimos fotografiarlo con la mente. Hubiera sido una maravillosa postal, porque nos abrazamos tan fuerte que sentimos nuestros corazones latir. Después de respirar profundo, continuamos nuestro camino. Yo no puedo evitar sacar la cabeza, notar el aire. Empaparme del momento. Es verdaderamente increíble. Finalmente y para acabar nuestro cuento de princesas, cenamos en un castillo medieval, con un acceso de calles empedradas. Hace viento. La noche está realmente oscura y la Luna nos regala su presencia posándose en las almenas del castillo. Sentí como me guiñaba un ojo. Sentí por cada poro de mi piel como alguien, algo o yo misma, me estaba haciendo uno de los regalos más deseados del mundo. Vida. Gracias Joaquín, por formar parte de ello.

No hay comentarios:

Publicar un comentario