lunes, 13 de agosto de 2012

Depresión. Hastío. Tristeza.

Permanece inmóvil frente a un susurro en calma. Todo. Nada. La cabeza estalla. Los ojos ya hinchados enmudecen el alma. Se levanta. Mira al espejo, manchado restos del día anterior. Náuseas recorren todo su ser. Náuseas por ver su alma destrozada en mil pedazos y náuseas porque su débil cuerpo ya no puede más. Cae y se agarra fuertemente al inodoro, deposita lo poco que le queda de vida y reptando camina hacia la cocina. Agua, pastillas o un cuchillo. Lo que sea con tal de acabar con este sabor. Lo que sea con tal de acabar con este olor. Lo que sea con tal de calmar el ya insufrible dolor. Ya ha perdido el miedo. Sin embargo no la conciencia, así que reza, reza lo más fuerte que sus cuerdas vocales le permiten y lo más profundo que su alma le deja llegar. Entre sollozos se descubre un ruego que suspira fuerzas por un mañana. Fuerzas para que su propio y autodestructivo ser, le permita llegar hasta un inseguro mañana, pero un día más al fin y al cabo. Y así consigue deshacerse del fuego que le quema sus entrañas, se mete en la ducha y deja que el agua se lleve todo el sufrimiento inexplicable. Sale. Se mira al espejo y se percata de que no puede seguir así. Con una barra de labios más roja que la sangre que esperaba ver corriendo por sus venas decide colorearse el rostro y salir a la calle a respirar. Respirar. Por un momento se ha olvidado de respirar, lo más importante en toda su vida.


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