sábado, 21 de febrero de 2015

El cielo en la tierra




No sé muy bien por qué volvió a mi vida justo en ese preciso instante en que todo estaba desordenado. Quizá fueron los coletazos de febrero o las últimas nevadas del invierno. Lo hizo silencioso, como asoma la primavera entre las piedras de un bosque en enero. Lo hizo sin asustarme, como lo hace el sol en una mañana nublada. Lo hizo como pudo, y yo huí. Pero no importó. Huí porque no quería dar de bruces con la certeza de que no me quisiera amar en mi condición actual. Le dejé ir una vez, pero ahora no estaba preparada. No quería saber que no estaba hecha para ser amada. No, no era el momento. Fueron pasando los meses y sentí que le estaba engañando al no contarle mi verdad, aquello que me atormentaba, un diagnóstico que cambiaría por completo mi vida. El día en que ya no pude más, en que creí que iba a alcanzar otra dimensión de tanto amor, se  lo conté. Las palabras fluyeron solas como si hubieran estado toda la vida en mi boca y lloré, lloré tanto que pensé que nunca más volvería a hablar. Entonces, él me retiró suavemente el pelo de la cara y me confesó que siempre lo había sabido. Sara se lo había contado todo, y el miedo a verme sufrir en silencio fue más fuerte que su miedo a perder el corazón. Por eso, no por ninguna casualidad divina, estuvo aquel sábado a aquella hora en la esquina por la que yo pasaba a diario. Nos lo debíamos. Se lo debía. Me lo debía. Y fue así, como pasé los últimos meses de mi vida como la persona más feliz que jamás haya existido. Ahora, desde el cielo, todo se ve distinto. Aquí ha desaparecido el dolor pero, a veces, cambiaría una vida entera de ese dolor humano por un segundo de aquellos divinos que compartí con él los últimos días de mi vida en la Tierra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario