domingo, 15 de junio de 2014

Estudiantes en celo


Por aquellos entonces, Shira y yo no éramos más que dos estudiantes en celo.
Ella era la razón y yo el corazón.
Juntas destruíamos amantes.
Era nuestro hobbie:

                      Elige el corazón y fusila la razón.

Era fácil.
El indomable latido del corazón marcaba un ritmo acelerado al que la razón le imponía paciencia, consciencia.
Ese linde que no existe entre mis piernas y tu compasión.
Shira era estudiante de arte,
yo asistía a la facultad de literatura
pero las facturas me impedían cursar ningún tipo de estudios,
así que comenzamos a vender nuestro cuerpo a la ciencia.
A cambio de veinte pesos cubanos posábamos durante horas delante de una sala llena de gente hastiada y muda que observaba hasta el último detalle de nuestra imperfección y lo inmortalizaba para siempre. Nunca quise ninguno de los dibujos de aquellos estudiantes, me resultaba insultante descubrirme ante los ojos de alguien que no me amaba. ¿Cómo podía alguien que nunca me había tocado atreverse a pintar mi piel? ¿Cómo podía alguien que nunca me había deseado atreverse a mostrar al mundo mi mirada a través de sus manos?
Fue entonces cuando conocí a Eduardo.

Eduardo era un chico italiano que no podía dejar de sonreír cada vez que mi figura tocaba su cuaderno en las infames manos de su pluma de principiante. Reía y reía sin cesar. Entonces, en medio de la clase de Dibujo del Natural I como lo llamaban ellos, o clase de coñitos al aíre como aclarábamos nosotras, me levanté y me fui.
Fue entonces cuando conocí a Eduardo.
Eduardo me siguió durante el pasillo estrecho que separaba la clase del lúgubre gimnasio que decoraba la escena final como una fotografía de Boudouir. Cuando yo ya no podía avanzar más, entré en los descuidados baños del infernal pabellón. En ese momento sentí que no estaba sola, comencé a temblar. Alguien me colocó contra la pared y sentí su aliento en mi espalda que aún seguía desnuda. Un olor. Eduardo. Eduardo siempre olía igual. Una colonia italiana. Nunca supe el nombre del perfume, como nunca sabré el de Eduardo. Puro veneno. Me ató unas cuerdas a las manos y me dijo con un susurro casi inaudible: Esto es un nudo mariposa, ¿quieres que siga? Nunca podré pintarte si no te puedo desear. Nunca podré desearte si no me puedes odiar.- . Fóllame, dije.

Y así fue como conocí a Eduardo y obtuve el retrato que tengo colgado en la sala de estar. Nunca llegó a pintar mi cuerpo, pero me quería desnuda, siempre desnuda y mientras pintaba me acariciaba el pelo para provocarme el orgasmo que trazó para siempre
en mi memoria.








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