lunes, 29 de septiembre de 2014

El amor mata.

Decidimos que había tres niveles en esto del amor: cariño, querer y enamorarse. El primer nivel, es algo así como absurdo, lo que tienes cuando acabas de conocer a alguien, que <ni fu, ni fa>. El segundo nivel, es esencial para la existencia de dos, siendo uno mismo. Eso del querer, es sano. Querer, queremos a nuestra familia, a nuestros hermanos, queremos a nuestros amigos, y dura para toda la vida. El querer es felicidad, comprensión, complicidad y sobre todo tranquilidad, mucha tranquilidad. Y llegamos al tercer nivel.... Enamorarse. !Ay¡ ¡Maldito amor!. El nivel en que la mayoría de los humanos muere, se hace daño, se mata. Y claro, aquí nadie queremos morir, por tanto, esa noche decidimos descartar el amor para quedarnos en el querer. Mi abuela hubiera aplaudido esa decisión y me hubiera dicho que así sería feliz para el resto de mi vida, ella que se casó por amor. Sin embargo, ese yo que soy yo misma que hay en mí, cerró los ojos, se durmió y comenzó a llorar desconsoladamente, no había forma de pararla. Cuando desperté a la mañana siguiente, había estado soñando en un altar y en un querer sin más y el aire me faltaba, no podía respirar. Abrí los ojos y comencé a llorar. Ya no era mi yo ese que soy yo misma y que hay en mí. Ya era yo, llorando sin parar. ¿Qué me pasa? Pensé. Había perdido la batalla, había perdido la luz que hay en mí. Había decidido matarme sin amar. Para siempre. Y cuando uno se mata, sea de amor o de gilipollez por tomar decisiones estúpidas, siente que no puede vivir. Entonces, fue Louis Amstrong quién me dió la palabra y puso banda sonora al final de un querer. Un querer sano. Un querer que no sé si volveré a tener. Un querer de esos del para siempre, de los que te abrazas y pasan un millón de horas y días y aún crees que sigue siendo viernes. Un querer de esos que es el perro quien llora en las despedidas. Un querer de los que no hacer nada es lo mejor que puedes hacer, de esos en que los paseos son extraordinarios, la lluvia esencial y el invierno nunca es frío. De esos: de los que el verano es libre, del que el teléfono se empapa cuando no te ves. Un querer de los que ya no quedan, de quererte por encima de quererme. Un querer en el que el único dolor que existe es una gota de placer de ese venenoso que a veces nos invade. Un querer de ese que cuando estamos juntos  no hay mañana, no hay futuro, y si lo hay, ya no importa. Un querer, que siempre será querer pero jamás podrá ser amor. Porque el amor mata y nosotros... No queremos morir.



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