martes, 27 de enero de 2015

La importancia de perdonar(se) y pedir(se) perdón.

A menudo, sentimos una decepción profunda por nosotros mismos. Me atrevería a decir que en toda nuestra vida, la persona  que más nos decepciona somos nosotros mismos. Nos frusta el hecho de no ser como los demás. La vida resulta una mierda cuando tenemos que salir del armario, desenmascarar una adicción, una enfermedad o simplemente con el hecho de no poder amar de la forma en que lo hacen los demás, porque ser dos no siempre es suficiente. Pero eso nos decepciona de manera tan profunda que pensamos que nuestro problema es absolutamente irresoluble. El hecho de derramar el agua de un vaso por accidente, en lugar de hacernos reír nos lleva a un terreno empantanado de donde no logramos salir. Somos capaces de no volver a sonreír durante el resto del día por una simple confusión, por la torpeza de un traspié o porque nuestra genética es irreversible. Nos cuesta perdonar. Perdonar una infidelidad o el golpe del amigo que nunca volvió a preguntar cómo estás en el transcurso de tu enfermedad. Pero más cuesta aún pedirse perdón, decirse a uno mismo que no importa, que todo pasará, que nada es tan importante, o tan malo o… tan decepcionante. Si las piernas no te responden después de andar durante kilómetros, te lamentas por no tener unas piernas más fuertes. Si el desaliento te alcanza, no muestras un ápice de compasión por ti mismo. ¿Por qué? Al fin y al cabo, la única persona que permanecerá a tu lado para el resto de tu vida, serás tú mismo. ¿Por qué no te regalas ese ápice de clemencia que buscas en otros ojos que no son los tuyos? Tú, que eres un ser tan perfecto, tan maravilloso. Tú, que solo tú sabe ser como tú. Qué más da a quién ames o cómo, qué más da si la gravedad vence tu peso, qué importa si la vida es un continuo traspiés y tus piernas no lo aguantan.  Perdónate y perdóname (por el atrevimiento de pensar que sientes lo mismo que yo).

No hay comentarios:

Publicar un comentario