lunes, 12 de noviembre de 2012

Sophie y Priscila en busca de un nuevo amor.


Un par de piernas largas y una cara bonita era lo único necesario para poder estar en cualquier sitio alejado del bullicio de cualquier discoteca de la ciudad. Nosotras lo teníamos, por duplicado. Al entrar en el local, las miradas nos seguían como siguen a una luz a través de la más absoluta oscuridad. La discoteca estaba llena de chicas rubias y altas de semblante estadounidense, tremendamente ebrias, a las que era instintivamente más fácil mirar y desear, pero lo cierto, es que nada era tan si quiera comparable. Al entrar, nos desnudamos levemente, hasta donde nuestra decencia nos permitía y dejamos asomar cuerpos esculturales tras el modelito que habíamos comprado esa misma tarde. Lo teníamos todo. Y lo mejor... Lo sabíamos. Ellos lo sabían. No hizo falta acercarse a la zona privada, nada más adentrarnos en el bullicio, una especie de ángel, nos atrapó para llevarnos directas al reservado. Maravilloso ángel. Sophie se enamoró perdidamente de él. Su sonrisa se iluminó al instante, sus mejillas sonrojaron y algo parecía brillar. No le quitó ojo en toda la noche. Él, nuestro ángel, con su postura laboral incorregible, hacía lo posible por mantener la mirada de aquella chica de revista que entró en el local, pasando a ser por un momento y sólo para él, una niña enamorada. Le seguía cuanto podía, y hacía cualquier gesto que pudiese significar algo. Yo no podía reír más. Bailamos, reímos y volvimos a la adolescencia de nuevo. Una adolescencia, algo más atrevida quizá, pero con la misma ilusión por un nuevo amor, por una nueva mirada, por alguien que ocupase de nuevo este ya malgastado corazón, por él. Por nuestro Ryan Reynolds particular.

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